viernes, 23 de marzo de 2012

EL DIA QUE PRIVATIZARON EL AIRE

EL DIA QUE PRIVATIZARON EL AIRE C. Bergier

Hacía mucho tiempo que las cosas no marchaban bien.  Juan ni siquiera recordaba cuando habían marchado de otra manera. Ciertamente habían empeorado. No era de esos que la pasan lamentando lo que no tienen, pero tampoco era justo que tuviera que llevar su vida a la rastra, sometido a una perenne carencia. Ser viudo, jubilado y vivir solo no es precisamente un fiesta campestre, pero en el país que le había tocado en suerte era, simplemente, catastrófico.
 
 A medida que la vida iba arrinconándolo y preparando su zarpazo final, había intentado pasar sus días  con dignidad, es decir, manteniéndose en pie sin pedir a otros que lo sostengan. Hacía tiempo que el dinero de la venta de su pequeño departamento había desaparecido y ahora alquilaba una piecita en la terraza de un viejo P.H. deVilla Urquiza a una familia  que también necesitaba refuerzos para llegar a fin de mes. La ficción  de que un peso era igual a un dólar, luego de la euforia inicial, chocó de frente con la realidad  y, para personas como el, significó reducirse cada vez más hasta ver comprometida su subsistencia. 

Solo un café por día en el bar de Fermín,  mientras leía el diario, sin cargo para los clientes habituales.  Al mediodía sopa de cebolla con pan, a la tarde un te con galletitas de agua y por cena un poco de puré  de lo que hubiera, bien fuera papa, algún trozo de zapallo, zanahoria, algo, cualquier cosa masticable. No lo sorprendía demasiado la situación . El país venía deteriorándose hacía muchos años. Los gobiernos cambiaban, pero nada alteraba el ritmo descendente. Los que habían trabajado toda su vida, concluían en la miseria y la soledad o sostenidos por sus hijos. Las jubilaciones eran para la mayor parte tan reducidas  como enormes las  que cobraban quienes habían ocupado altos cargos políticos o electivos, aunque solo los hubieran desempeñado unas horas. 

Juan había sido matricero en una fábrica metalúrgica, una de las tantas que florecieron  en mejores épocas, cuando parecía que el país podía alcanzar un pleno desarrollo y la posibilidad de un futuro mejor. Nada de eso sucedió. Por el contrario, aumentaban los hombres y mujeres sin trabajo  y con ello la pobreza, la marginalidad social  y la desesperanza. Había participado de las luchas gremiales de los sesenta y los setenta y por poco termina “desaparecido”. Finalmente, tras casi siete años de represión brutal, la dictadura no tuvo otra opción que convocar a elecciones. Al cabo del infierno llegó una democracia mostrenca, condicionada por el asedio de quienes aun tenían las armas y se proponían evitar a toda costa que se los juzgara y condenara por los crímenes cometidos en una escala nunca vista. Juan sabía perfectamente que la masacre había tenido por destino asegurar el máximo beneficio a una minoría predadora. Ya desesperados, cuando la situación se les hizo insostenible, desataron una guerra contra dos grandes potencias con la excusa de liberar una parte usurpada de la nación.  La limitación de los medios de combate y la profunda incapacidad de quienes se habían mostrado solo aptos para secuestrar, torturar y asesinar a su propio pueblo, no podía concluir de otra manera que en una lapidaria derrota.
 
Al fracaso del primer gobierno surgido de elecciones libres, le siguió otro que, mediante una gigantesca ficción económica,  creo la ilusión de un cambio favorable, mientras se
dedicaba a enajenar el patrimonio nacional y  sus miembros hacían ostentación descarada de lo robado.

 Se hacía escuela de la especulación financiera y se contagiaba  a la clase media la misma avidez materialista que campeaba en los que detentaban el poder, mientras los más humildes se hundían cada vez más en la miseria. Valores como la honradez, el trabajo esforzado y la vocación de servicio se propusieron como un obstáculo contrario a la eficacia y se estimuló la capacidad de llegar primero pisando a los demás y de rechazar todo escrúpulo cuando se trataba de ganar dinero, influencia y poder. 

 Juan había visto otro país en otro tiempo, pero ese país ya no existía y el actual  era el fruto de una sociedad  domesticada que, mientras vivía una ficción democrática, aceptaba el sometimiento como  estilo de vida, siempre que la engañaran convincentemente con la remota posibilidad de treparse al carro de los vencedores.  

 Llegó a lo de Fermín  alrededor de las 10 de la mañana. Ese último lunes de junio caía sobre Buenos Aires una llovizna helada y envolvente. Ocupó una mesa cerca de la ventana, pidió el único café del día y comenzó la lectura del diario, que no  hubiera prolongado tanto si el clima hubiera sido bueno para caminar, pero llovía, de modo que al terminar de leer, se quedaría mirando llover y  repasando una vez más sus buenos recuerdos, sus pérdidas y su soledad.

En la primera página del diario un titular no demasiado ostensible llamó, sin embargo, su atención. Había aprendido a comprender la verdadera intención de los titulares. Había descubierto que en los medios de comunicación  controlados por grupos de enorme poder económico, cuando se trataba de anticipar una medida contraria al interés general, eran de formulación breve y ambigua.

 “EL VALOR ECONOMICO DE LA CALIDAD DEL AIRE”.  Así decía el  extraño titular que encabezaba una nota breve sobre los efectos de la contaminación en las sociedades industrializadas y  su impacto en el resto del mundo. Hacia el final de la nota se señalaba la importancia de estudiar con detenimiento la cuestión y se daba cuenta del interés del gobierno en medir el deterioro del medio ambiente,  así como los avances tecnológicos  aplicados a la purificación del aire logrados por empresas altamente especializadas. Se aludía también a la visita al país del director de una de esas empresas y su encuentro con autoridades gubernamentales.
 
Sin saber bien la razón, Juan sintió un cierto desasosiego. Finalmente, dejó el periódico a un lado y se concentró, no sin cierto melancólico placer, en la lluvia incesante, deteniendo de tanto en tanto su memoria en otros días lluviosos,  compartidos con amigos ausentes.

El día siguiente llegó al café a media mañana. La lluvia había cesado y abrevió la lectura del periódico para prolongar su  paseo bajo un sol tibio que no alcanzaba a atemperar el frío. No había escapado a su atención un nuevo y sugestivo titular: “REUNION DEL MINISTRO DE SALUD PUBLICA CON EL DIRECTOR DE EMPRESA  MULTINACIONAL SOBRE  CALIDAD DEL AIRE”.  Había leído rápidamente la nota  y el  difuso desasosiego del día anterior se convirtió en una alarma que crecía en su ánimo mientras paseaba. .
 No se explicaba como, pero, al parecer, existían nuevos medios de purificación localizada del aire. Por ejemplo, se podía purificar el de una gran ciudad,  pero el costo de la nueva tecnología era muy alto y  resultaba imposible prestarlo sin cargo. Sin embargo - deslizaba la nota- el gobierno agotaría las posibilidades en busca de una solución equitativa.

  Juan sabía por experiencia qué podía esperar. El gobierno había “privatizado”, palabra horrible por donde se la mire, sobre todo cuando oculta un despojo,  todos los servicios públicos, otorgándoles su manejo a multinacionales que cobraban tarifas desmesuradas por el servicio o en el peor de los casos, con la excusa de grandes inversiones en mejoras,  se habían asegurado la explotación de recursos no renovables como el petróleo, que vendían en el mercado internacional a altísimos precios, dada la creciente demanda y la reducción acelerada de las reservas mundiales.
 
Días después, todos los vaticinios que se había formulado fueron superados por la realidad . El gobierno había firmado un contrato de concesión con una empresa que se comprometía a instalar y operar  un sistema  tecnológico de última generación para disminuir en un porcentaje significativo la creciente contaminación del aire en cinco grandes conglomerados urbanos del país. Por este importante servicio de carácter público, el gobierno permitiría que la empresa cobrara  tres tipos de tarifas: individual, familiar e industrial. Pero todas habrían de variar según el consumo de aire que se mediría mediante un sistema tan infalible como novedoso. La empresa comenzaría a operar en un plazo no mayor a los sesenta días y el contrato de concesión le otorgaba la exclusividad de la explotación del servicio por 25 años. En un plazo no mayor de sesenta días a partir del momento que el sistema comenzara a operar los usuarios recibirían la primera factura por el aire purificado consumido.

 Juan supo desde el primer momento que solo consiguiendo milagrosamente un trabajo podría pagar el cargo por el servicio, pero su oficio no era requerido en un país donde las fábricas metalúrgicas cerraban y sus obreros eran despedidos. Por lo demás, ¿a quien se le ocurriría contratar a un hombre de setenta años?

Pasó unos días sin encontrar en los periódicos referencia alguna sobre el tema, pero una mañana llegó el anuncio de que la empresa se aprestaba a distribuir medidores a todos los residentes. Según se anticipaba , el medidor, un  milagro de la nanotecnología, no más grande que una moneda, debería ser portado por cada persona de modo permanente para evitar el corte del servicio. Percibió con gran alarma que al mencionarse la palabra corte no se aclaraba si se refería al del aire mismo a al de su purificación, pero su alarma fue aun mayor cuando se dio cuenta que un corte del servicio a nivel individual no parecía posible, ya que el sistema era de carácter general y la advertencia iba dirigida la persona que se desprendiera del medidor. Esto era desconcertante. No imaginaba de qué manera podría suspendérsele el servicio a una persona en particular sin detener todo el sistema. 

 Una semana después recibió un aviso por correo. AIRPUR le notificaba que dentro de los próximos tres días lo visitaría personal de la empresa encargado de las distribución de los medidores y que una vez que este estuviera en poder del usuario comenzaría a registrarse el consumo, el cual  se facturaría cada treinta días. Cayó en estado de pánico. La concesionaria no aclaraba nada sobre el monto de la tarifa a aplicar. El gobierno tampoco se  había pronunciado al respecto, pero la oposición en el Congreso había
reclamado la presencia del ministro de obras y servicios públicos para que explicara los términos de la concesión, otorgada sin intervención del poder legislativo y de una manera directa y poco clara. 

Tras una noche pasada en vela,  atormentado por las dudas sobre su porvenir, con las primeras luces del alba había conseguido conciliar el sueño hasta que el timbre instalado en su piecita sonó con estridencia. Despertó sobresaltado y miró el reloj. Eran las 11 de la mañana. Hacía mucho tiempo que no despertaba tan tarde. El timbre volvió a sonar con mayor insistencia. Doña Rosa, la dueña de la casa le gritó desde el pie de la escalera:

“Don Juan, lo buscan. Son los del aire”.  Terminó de ponerse los pantalones y la camisa y bajó lo más rápido que pudo. Un tipo vestido de traje  negro, zapatos brillantes y corbata oscura aguardaba junto a la puerta de entrada. Recortado entre las flores rojas de los malvones,  Juan  creyó reconocer  al empleado de la  empresa de pompas fúnebres con el que tuvo que tratar cuando falleció su mujer. “Buen día, vengo de AIRPUR”, dijo el tipo, extendiendo la mano.  Juan se la estrechó. El otro la tenía húmeda. “Me parece haberlo visto antes ¿No trabajó usted en una funeraria?” El otro asintió sin que su cara de nada, mostrara el menor cambio. “Si, pero me fui hace tiempo”, dijo, mientras habría un maletín y sacaba algo de su interior.  Se aclaró la garganta y, con el tono de un mal recitador, dijo que, en nombre de AIRPUR, cumplía en entregarle el medidor que registraría su consumo de aire. Dijo, en el mismo tono, que Juan  debía colocárselo y que a partir de ese momento no debía quitárselo por ningún motivo. El adminículo pendía de una cadena de metal niquelado y tenía el aspecto de una medalla que, como gesto simpático, tenía grabado el signo del zodíaco correspondiente a la fecha de nacimiento de Juan. El tipo le puso la cadena en torno al cuello y luego, con voz ligeramente diferente, en la que Juan creyó percibir un cierto tono triunfal, dijo “misión cumplida. Ya está funcionando”.
 
“¿Usted  también lleva uno?” preguntó. El otro lo miró y por primera vez sus ojos brillaron ligeramente. “ Los empleados de AIRPUR no pagan, eso nos exime de llevarlo”,dijo. 

Mientras se duchaba, estuvo cerca de quitarse el adminículo. Luego recordó la recomendación del ex empleado de pompas fúnebres y se dijo que debería acostumbrase a llevarlo,  pero también se dijo que de nada valdría usarlo si no conseguía pagar la factura por el servicio. 

El tiempo corría rápido y la fecha de pago se acercaba ominosamente y cuanto más cerca estaba, la aprensión de Juan se iba transformando en desesperación.

Nunca había dejado de buscar trabajo, pero ahora lo hacía con el convencimiento de que era su única salida. No se trataba de comer salteado, sino de seguir respirando. Desde el momento que recibió el medidor  había intentado los más variados y peregrinos procedimientos en busca de ahorrar de algún modo el aire que consumía. Eso lo había llevado a contener la respiración  hasta casi reventar, luego le pareció encontrar una solución creando una especie de campana de aire mediante una bolsa grande de plástico. La idea era meter la cabeza en la bolsa, estrecharla en torno al cuello y respirar pausadamente hasta que el aire contenido en ella se agotara. De ese modo, calculó que con la misma cantidad de aire respiraría más veces, puesto que era siempre el contenido
en la bolsa el que entraba y salía de sus pulmones. Este método resultó en  un estrepitoso fracaso. En una de las aspiraciones la bolsa se adhirió a la boca de Juan . Intentó desesperadamente abrir el nudo en torno al cuello, lo que por fin consiguió cuando estaba al borde de morir ahogado. Cuando pudo librarse de la bolsa, aspiró tantas veces para recuperar aliento que el gasto de aire debió ser mucho mayor que el demandado por una respiración normal. No fue menos frustrante, aunque si menos peligroso, el intento de alcanzar ese estado inefable que los hindúes llaman nirvana,  siguiendo las instrucciones de un libro sobre yoga que le prestó una vecina. Según el libro, a través de la meditación se podía reducir al mínimo las funciones vitales, entre ellas la respiración. 

Juan hizo todo lo que el libro decía. Se sentó en posición de loto, apoyó el dedo mayor en el pulgar de cada mano, cerró los ojos e intento vaciar su cerebro de todo pensamiento para  alcanzar el estado que le permitiría ahorrar aire e incluso llegó a gritar  hommm un cierto numero de veces. Tras dos horas sentado en la posición indicada, su cerebro, saturado de desilusión, temores, preocupaciones, e ideas difusas, combinado con la inmovilidad, no lo condujo al nirvana sino a quedarse  ignominiosamente dormido. Al despertar  recordó que su mujer solía decirle que roncaba  con la regularidad de una sierra sin fin y  no quiso siquiera pensar la cantidad de aire adicional que debió gastar en el fracasado intento. 
 
Finalmente, una mañana llegó la tan temida factura. Abrió el sobre y leyó el monto que debería pagar. La suma se hallaba totalmente fuera de su alcance. Se dio cuenta de que había perdido la batalla. Que ya no tenía derecho a respirar y que daba lo mismo llevar puesto el medidor o quitárselo.

 Los días de plazo para el pago pasaron muy rápido, pero ya  había superado el temor y la desesperación. El día del segundo y último vencimiento se levantó al amanecer. Era domingo y las calles estaban desiertas. El sol del verano fue iluminando con una luz blanquecina el gris de los adoquines y arrancando destellos amarillos de las ramas más altas de los árboles. Juan caminó y caminó, sin detenerse, pero lentamente, observando con atención el mundo que comenzaba a negársele, y su deambular lo llevó sin darse cuenta al rosedal de Palermo. Se sentó en un banco frente al lago. Algunos corredores matinales pasaron trotando frente a el,  gente en su mayoría que no tenía problema alguno para pagar la factura del aire que consumía . El, en cambio, si el lunes a la hora que abrieran los bancos no la abonaba, debería afrontar el corte del servicio. La mañana avanzó, el aire, ese que tanto costaba, tenía olor a rosas y a tierra húmeda y  el mundo era hermoso para el que pudiera soportar los rigores de la vida. Repentinamente, sintió una sensación de paz acompañada de indiferencia con respecto a lo que podría suceder y hasta una cierta sensación de victoria . Se  quitó el medidor del cuello y lo arrojó al lago. Recordó las recomendaciones del empleado de AIRPUR. El ex funebrero hacía bien su trabajo. En el tono que empleaba no había neutralidad alguna. Amenazaba solapadamente con la fruición del que ejerce un poder que, aunque fuese delegado, le devolvía por un breve instante la sensación de ser importante. El síndrome del esbirro, le llamaba  Fermín, y el gallego conocía muy bien aquello de lo que hablaba. Había escapado como pudo de la España de Franco.

Por primera vez en mucho tiempo, pudo dormir un sueño sin sobresaltos, sin sombras elusivas ni murmullos incomprensibles. Se levantó a las 10 y media de una mañana radiante. Los bancos habían abierto media hora antes y AIRPUR ya debía saber que no
había pagado la factura . No le importó en lo más mínimo. Se afeitó con cuidado, y se puso una camisa limpia y un pantalón  que reservaba, impecablemente planchado, para ocasiones importantes. Bajó lentamente la escalera y se detuvo un momento a saludar a doña Rosa que regaba, como siempre fuera de hora, los malvones.  Salió a la calle y caminó hacía el bar de Fermín. Detuvo la mirada en un cartel de grandes dimensiones. Era una invitación de AIRPUR  a las personas que no hubieran podido pagar la factura del aire a trasladarse a la sede de la empresa y otras oficinas abiertas al efecto para renegociar su deuda. A ese fin la empresa había dispuesto vehículos estacionados en diversas esquinas de la ciudad  para facilitar el traslado de los interesados. 

Al llegar a la esquina  vio una larga fila de personas, casi todos ancianos jubilados,  aguardando subir a unos furgones grises .Vio como las puertas traseras  del primer furgón se cerraban  y este, colmada su capacidad, partía con rumbo desconocido. Otro furgón avanzó para estacionarse en la cabecera de la fila. Decidió colocarse al final de ella. Un guardia vestido con un uniforme tan gris como el furgón le preguntó si tenía  la factura vencida.  Respondió afirmativamente y  recién entonces  el guardia le indicó que podía sumarse a la fila. Había  llegado por fin a la vanguardia y sería el primero en abordar el furgón  siguiente. Dos guardias se encargaron de cerrar las puertas traseras del  que partía. Juan lo observó perderse en la distancia. Tenía la sensación de que algo no andaba bien , pero no pudo precisar la razón. Los guardias  hicieron subir gente hasta que ya no hubo más espacio. Mientras intentaba acomodarse en medio de apretujones, supo de pronto que era  lo que  le había molestado. Cuando el furgón  anterior aceleró no vio que expulsara humo alguno  por el escape. Se preguntó adonde habrían ido los gases que no salían por el escape. Cuando el vehículo que lo trasladaba se puso en movimiento y su interior oscuro, colmado de morosos sin remedio, comenzó a llenarse de un humo acre y sofocante, Juan comprendió que AIRPUR  contaba con un sistema eficiente para proceder a la drástica suspensión del servicio. 

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