Carlos Salatino
Cuando le contaron que debajo de la Avenida Juan B. Justo
se deslizan, desde el oeste hacia el río, las aguas de un arroyo que alguna vez
dividió la ciudad en dos, Aldo sintió una indefinible sensación de pérdida.
Hubiera deseado haber visto las aguas del Maldonado correr bravías después de
la lluvia, haber recorrido las orillas bordeadas de casas y cruzado por estrechos puentecitos de madera
de una orilla a otra, mientras veía los botes pasar por debajo, transportando
gente a lo largo del cauce. Haber sepultado
aquel arroyo, haberle encapsulado en un túnel en eterna penumbra, le parecía
una decisión que había lastimado la ciudad irreparablemente. Tal vez por esa
razón merodeaba por Pacífico los fines
de semana y pasaba largas horas sentado junto a una ventana de "La Paloma ", un café
desaparecido de Santa Fe y Juan B. Justo, imaginando que las aguas tranquilas
del Maldonado volvían a correr a cielo abierto. Se sentía embargado por una
extraña sensación de pérdida, cierta nostalgia de algo que no había conocido,
que pertenecía a una época no muy lejana en la que hubiera querido vivir.
Nacido a fin de los cuarenta, era demasiado chico para saber lo que significaba
el tango para la generación de sus padres. Esa etapa de oro terminó cuando el
tenía diez años, pero guardaba en su
memoria, con primorosa prolijidad, la imagen de sus viejos bailando "Tinta roja" en el patio de la vieja
casa de Colegiales; la de la tía Ester, que nunca se casó, cantando "fumando
espero", mientras aguardaba con devoción religiosa, a un hombre
imaginado que nunca llegaría y del tío Cholo, que
seguía la orquesta de Pugliese donde fuera que
tocara y silbaba prodigiosamente bien los tangos de Manzi , Cadícamo y Discépolo,
a falta de voz para cantarlos sin morir de vergüenza. Esas memorias vívidas,
ligadas a personas y lugares entrañables, eran sus inseparables compañeras de
ruta. Los viejos y sus tíos ya no
estaban, la casa de Colegiales había desaparecido hacía mucho y él era un hombre solo, pendiente de su memoria, a
la que escudriñaba minuciosamente en busca de referencias de lo que nunca había
sido totalmente suyo, pero que hubiera
deseado ardientemente que lo fuera.
Aldo solía recorrer las calles del Centro,
recordando los últimos vestigios de ese tiempo perdido. Aún estaba "La Comedia " en Paraná y Corrientes cuando comenzó a
frecuentar el centro de noche. También la "Premier", no la actual,
sino la otra, la del pianista rengo, y el Chantecler, que se resistió a desaparecer, pero no por
mucho tiempo. El Politeama lo echaron abajo para construir el edificio mas alto
de Buenos Aires, pero todo resultó ser una enorme estafa. El
"Picadilly" se convirtió en un teatro, el "Montecarlo" se
esfumó sin dejar rastros. "El ciervo" duró algunos años más y "La Paz ", en Corrientes y Montevideo, corrió un destino peor que la desaparición.
Se convirtió en una confitería más. A los dieciocho años fue testigo de la
despedida de esos reductos de la bohemia que todavía guardaban resonancias de la
década de los cuarenta, tal vez el momento más fecundo para la gran música de
Buenos Aires. Y en ese deambular cargado de evocaciones surgían de repente en
su memoria los fragmentos de ciertas letras, líneas sueltas de maravillosos poemas, como "el farol balanceando en la barrera" o "rara, como encendida" o aquella que decía como " lejanos bandoneones despliegan en la noche sus pájaros de bruma".
Volvía entonces a escuchar las voces de los grandes intérpretes: el tano Marino,
Pacheco, Dante, Martel, y las grandes
orquestas: Troilo, Disarli, Maderna,
Laurenz, y tantos otros.
Los años pasaron ni más ni menos rápido que
como tienen que pasar y Aldo continuaba flotando a dos aguas: era un niño
pequeño durante la que fuera quizás la
etapa más brillante de la música que más amaba, pero recordaba vívidamente a
sus viejos deslizarse bailando con suprema elegancia, como si hubieran nacido
exclusivamente para eso, por el patio de la vieja casa chorizo y nunca
olvidaría la voz profunda de Ester, cantando "Fumando espero" mientras cargaba las pestañas con rimmel
frente al espejito colgado en la pared del patio, cerca del piletón de lavar
ropa, ni el silbido bien modulado de Cholo repitiendo por enésima vez su
interpretación de "Nostalgia",
ni a su viejo, tarareando "Golondrinas
de un solo verano".
Los años habían pasado, o mejor, él había
pasado por los años en viaje con destino cierto y "desde su triste soledad, mientras veía caer las hojas muertas de
su juventud " podía darse el lujo de
viajar con su memoria cargada de vestigios, hilvanando datos
fragmentarios, completando esbozos difusos con recuerdos precisos para hacer
más soportable la ineludible espera.
El tango "Volvió
una noche, no lo esperaba", con más vigor que nunca, y lo hizo a la
manera de Troilo ("Me dicen que
vuelva. Pero si nunca me fui"). En pocos años las milongas se
multiplicaron, sumándose a ese renacimiento la difusión internacional del
tango-danza y esa versión refinada, con resonancias de composición clásica, que
Piazzola esparció por el mundo de manera consagratoria.
Las milongas abarrotadas de bailarines,
algunos de su edad y otros sorprendentemente jóvenes, las viejas y nuevas
orquestas, los viejos y nuevos tangos, los viejos y nuevos maestros aportaron al
regreso de lo que había sido más gratificante en su vida de hombre solo. Otra
vez las letras de los grandes poetas del
tango, desde Contursi a Ferrer, acompañando esa música sensual y misteriosa, tarareada por lo bajo por mujeres que
aguardan el leve cabeceo de los que bailan mejor para encontrarse en la pista y
ensamblarse como si fueran uno, él para conducirla, ella para acompañarlo en
esta aventura cargada de riesgo que es bailar un tango. Otra vez volvía la
pasión entre cortes y quebradas y Aldo no se lo iba a perder.
Comenzó a frecuentar las milongas. Llegaba
temprano, buscaba una mesa bien situada, pedía un par de emparedados que
acompañaba con cerveza y se entregaba, con unción casi religiosa, a la
contemplación de los bailarines, sus movimientos y la perfecta coordinación con
los de sus parejas, a las que conducían con suaves toques de los dedos en el
talle o a la manera "rante", un tanto inclinados hacia adelante, amenazando
empujarlas ligeramente con el pecho. Al fin de la noche, cuando solo quedaban
unas pocas parejas girando en la pista con la libertad que les daba el espacio
vacío, Aldo pagaba la cuenta y abandonaba la milonga con los ojos llenos de ese
espectáculo entrañable que había presenciado sin perder detalle.
Nunca se había detenido a pensar que era un
mero observador. No sabía bailar. No hubiera podido ni siquiera dibujar en la pista
el básico del dos por cuatro y, una noche, el sentimiento súbito de su
incapacidad para bailar al compás de la
música que más amaba lo sobresaltó. Pero se dijo que ya era tarde. Aunque se lo
propusiera, era imposible que llegara a
dominar los secretos de esa danza tan compleja, hecha de apasionado
sentimiento, antes de marcharse de este mundo. De todas las pérdidas, esta era
la más dolorosa. Sin embargo, continuó llegando temprano a las milongas y se
mantuvo entre los últimos en abandonarlas. Desde que el tango había hecho
eclosión, como en los mejores tiempos, había aprendido, solo mirando, a
anticipar los pasos y movimientos de los bailarines; cuándo detenerse, cuándo girar o desplazarse más rápido o más
lentamente y qué figura elegir en consonancia con el compás de la música.
En cuanto a las mujeres que frecuentaban las
milongas, prestaba más atención a las
menos agraciadas que bailaran bien que a las más bellas. No era tan frecuente
encontrar la belleza física unida a la
aptitud para la danza y cuando esa conjunción se manifestaba, Aldo la observaba
extasiado e imaginaba lo maravilloso que hubiera sido si él hubiera sabido
bailar y ella hubiera aceptado su invitación y se hubieran deslizado por la
pista entre cortes y quebradas, juntas las cabezas, ligeramente inclinado él,
como demanda el tango milonguero o derecho, circunspecto, sin mucho movimiento
de torso, como correspondía al tango de
salón.
El tiempo corría raudamente, sin el menor
atisbo de fatiga que lo retrasara, y Aldo seguía yendo a la milonga con la
misma constancia que le exigía la escuela en
sus años de infancia, siempre fervorosamente atento al espectáculo. No
lo sabía, pero se había convertido en un verdadero experto y podía juzgar con
total acierto las virtudes y defectos de los bailarines. Pero no podía hacer lo
que ellos hacían, ni siquiera equivocándose, porque no sabía bailar.
Una noche,
Aldo observó a una pareja formada por un
eximio bailarín y una hermosa desconocida. Pasaron frente a su mesa bailando "Tres esquinas". La conjunción
era perfecta, pero los movimientos de ella eran tan delicados y había tanta
gracia en ellos que parecía como si el
maestro, más que conducirla, solo se limitara a seguirla en sus desplazamientos.
En uno de esos momentos de descanso en los que las parejas se sueltan y vuelven
a sus sitios, Aldo siguió con la mirada a la fascinante bailarina cuando ella
regresaba a una mesa no compartida con nadie y no muy distante de la suya. Sus
ojos se encontraron y ella le sostuvo la mirada. Aldo sintió una suerte de
deslumbramiento. No supo cuanto tiempo pasaron mirándose. Sonaban los primeros
acordes de "9 de Julio".
Ella asintió con la cabeza como si él la hubiera invitado a bailar, pero él no
había hecho movimiento alguno. La mujer sonrió, se incorporó y caminó hacía la
pista. Aldo hizo lo mismo sin saber que fuerza lo impulsaba y se encontraron
frente a frente. En el rostro de ella había una expresión serena acompañada de
una sonrisa leve. El la tomó del talle y comenzaron a deslizarse por la pista
con la elegancia suprema con que lo
hacían sus viejos en el patio de la casa de Colegiales. Aldo solo veía el
rostro de ella muy cerca del suyo. Lo que lo rodeaba había desaparecido.
Conducía a su compañera sin la menor vacilación y ella respondía a la insinuación de sus dedos en el talle no como
si los sintiera, sino como si los adivinara. Dieron una vuelta completa en la
pista. Ambos compartían la sensación de haber bailado en un espacio sin
límites. Cuando los últimos compases de "9
de julio" aún vibraban en el aire, seguían abrazados, como si no
hubiera habido nadie en torno, mirándose,
como lo habían hecho todo el tiempo mientras bailaban, hasta que cayeron
en la cuenta que estaban rodeados de otros bailarines que aplaudían y que los
aplaudían a ellos. Esa noche mágica Aldo no se marchó solo de la milonga y siguió
frecuentándola, siempre acompañado de la misma bailarina misteriosa que jamás
volvió a bailar con otro que no fuera él. Había dejado de mirar, ahora bailaba,
y lo hacía como su viejo, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.
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