viernes, 23 de marzo de 2012

EL MIRÓN

                                                           
Carlos Salatino

Cuando le contaron que debajo de la Avenida Juan B. Justo se deslizan, desde el oeste hacia el río, las aguas de un arroyo que alguna vez dividió la ciudad en dos, Aldo sintió una indefinible sensación de pérdida. Hubiera deseado haber visto las aguas del Maldonado correr bravías después de la lluvia, haber recorrido las orillas bordeadas de casas  y cruzado por estrechos puentecitos de madera de una orilla a otra,  mientras veía  los botes pasar por debajo, transportando gente a lo largo del cauce.  Haber sepultado aquel arroyo, haberle encapsulado en un túnel en eterna penumbra, le parecía una decisión que había lastimado la ciudad irreparablemente. Tal vez por esa razón merodeaba por Pacífico  los fines de semana y pasaba largas horas sentado junto a una ventana de "La Paloma", un café desaparecido de Santa Fe y Juan B. Justo, imaginando que las aguas tranquilas del Maldonado volvían a correr a cielo abierto. Se sentía embargado por una extraña sensación de pérdida, cierta nostalgia de algo que no había conocido, que pertenecía a una época no muy lejana en la que hubiera querido vivir. Nacido a fin de los cuarenta, era demasiado chico para saber lo que significaba el tango para la generación de sus padres. Esa etapa de oro terminó cuando el tenía diez  años, pero guardaba en su memoria, con primorosa prolijidad, la imagen de sus viejos bailando "Tinta roja" en el patio de la vieja casa de Colegiales; la de la tía Ester, que nunca se casó,  cantando "fumando espero", mientras aguardaba con devoción religiosa, a un hombre imaginado que nunca llegaría y del tío Cholo, que


seguía  la orquesta de Pugliese donde fuera que tocara y silbaba prodigiosamente bien los tangos de Manzi , Cadícamo y Discépolo, a falta de voz para cantarlos sin morir de vergüenza. Esas memorias vívidas, ligadas a personas y lugares entrañables, eran sus inseparables compañeras de ruta.  Los viejos y sus tíos ya no estaban, la casa de Colegiales había desaparecido hacía mucho y él  era un hombre solo, pendiente de su memoria, a la que escudriñaba minuciosamente en busca de referencias de lo que nunca había sido totalmente suyo, pero que  hubiera deseado ardientemente que lo fuera.
Aldo solía recorrer las calles del Centro, recordando los últimos vestigios de ese tiempo perdido. Aún estaba "La Comedia" en  Paraná y Corrientes cuando comenzó a frecuentar el centro de noche. También la "Premier", no la actual, sino la otra, la del pianista rengo, y el Chantecler,  que se resistió a desaparecer, pero no por mucho tiempo. El Politeama lo echaron abajo para construir el edificio mas alto de Buenos Aires, pero todo resultó ser una enorme estafa. El "Picadilly" se convirtió en un teatro, el "Montecarlo" se esfumó sin dejar rastros. "El ciervo" duró algunos años más y "La Paz",  en Corrientes y Montevideo,  corrió un destino peor que la desaparición. Se convirtió en una confitería más. A los dieciocho años fue testigo de la despedida de esos reductos de la bohemia que todavía guardaban resonancias de la década de los cuarenta, tal vez el momento más fecundo para la gran música de Buenos Aires. Y en ese deambular cargado de evocaciones surgían de repente en su memoria los fragmentos de ciertas letras, líneas sueltas de  maravillosos poemas, como "el farol balanceando en la barrera" o "rara, como encendida" o aquella que decía como " lejanos bandoneones despliegan en la noche sus pájaros de bruma". Volvía entonces a escuchar las voces de los grandes intérpretes: el tano Marino, Pacheco, Dante, Martel,  y las grandes orquestas: Troilo, Disarli, Maderna,  Laurenz,  y tantos otros.
Los años pasaron ni más ni menos rápido que como tienen que pasar y Aldo continuaba flotando a dos aguas: era un niño pequeño durante la que fuera  quizás la etapa más brillante de la música que más amaba, pero recordaba vívidamente a sus viejos deslizarse bailando con suprema elegancia, como si hubieran nacido exclusivamente para eso, por el patio de la vieja casa chorizo y nunca olvidaría la voz profunda de Ester, cantando "Fumando espero" mientras cargaba las pestañas con rimmel frente al espejito colgado en la pared del patio, cerca del piletón de lavar ropa, ni el silbido bien modulado de Cholo repitiendo por enésima vez su interpretación de "Nostalgia", ni a su viejo, tarareando "Golondrinas de un solo verano".
Los años habían pasado, o mejor, él había pasado por los años en viaje con destino cierto y "desde su triste soledad, mientras veía caer las hojas muertas de su juventud " podía darse el lujo de  viajar con su memoria cargada de vestigios, hilvanando datos fragmentarios, completando esbozos difusos con recuerdos precisos para hacer más  soportable la ineludible espera.
El tango "Volvió una noche, no lo esperaba", con más vigor que nunca, y lo hizo a la manera de Troilo ("Me dicen que vuelva. Pero si nunca me fui"). En pocos años las milongas se multiplicaron, sumándose a ese renacimiento la difusión internacional del tango-danza y esa versión refinada, con resonancias de composición clásica, que Piazzola esparció por el mundo de manera consagratoria.
Las milongas abarrotadas de bailarines, algunos de su edad y otros sorprendentemente jóvenes, las viejas y nuevas orquestas, los viejos y nuevos tangos, los viejos y nuevos maestros aportaron al regreso de lo que había sido más gratificante en su vida de hombre solo. Otra vez  las letras de los grandes poetas del tango, desde Contursi a Ferrer, acompañando esa música sensual y misteriosa,  tarareada por lo bajo por mujeres que aguardan el leve cabeceo de los que bailan mejor para encontrarse en la pista y ensamblarse como si fueran uno, él para conducirla, ella para acompañarlo en esta aventura cargada de riesgo que es bailar un tango. Otra vez volvía la pasión entre cortes y quebradas y Aldo no se lo iba a perder.
Comenzó a frecuentar las milongas. Llegaba temprano, buscaba una mesa bien situada, pedía un par de emparedados que acompañaba con cerveza y se entregaba, con unción casi religiosa, a la contemplación de los bailarines, sus movimientos y la perfecta coordinación con los de sus parejas, a las que conducían con suaves toques de los dedos en el talle o a la manera "rante", un tanto inclinados hacia adelante, amenazando empujarlas ligeramente con el pecho. Al fin de la noche, cuando solo quedaban unas pocas parejas girando en la pista con la libertad que les daba el espacio vacío, Aldo pagaba la cuenta y abandonaba la milonga con los ojos llenos de ese espectáculo entrañable que había presenciado sin perder detalle.
Nunca se había detenido a pensar que era un mero observador. No sabía bailar. No  hubiera podido ni siquiera dibujar en la pista el básico del dos por cuatro y, una noche, el sentimiento súbito de su incapacidad  para bailar al compás de la música que más amaba lo sobresaltó. Pero se dijo que ya era tarde. Aunque se lo propusiera,  era imposible que llegara a dominar los secretos de esa danza tan compleja, hecha de apasionado sentimiento, antes de marcharse de este mundo. De todas las pérdidas, esta era la más dolorosa. Sin embargo, continuó llegando temprano a las milongas y se mantuvo entre los últimos en abandonarlas. Desde que el tango había hecho eclosión, como en los mejores tiempos, había aprendido, solo mirando, a anticipar los pasos y movimientos de los bailarines; cuándo detenerse,  cuándo girar o desplazarse más rápido o más lentamente y qué figura elegir en consonancia con el compás de la música.
En cuanto a las mujeres que frecuentaban las milongas, prestaba  más atención a las menos agraciadas que bailaran bien que a las más bellas. No era tan frecuente encontrar la belleza física  unida a la aptitud para la danza y cuando esa conjunción se manifestaba, Aldo la observaba extasiado e imaginaba lo maravilloso que hubiera sido si él hubiera sabido bailar y ella hubiera aceptado su invitación y se hubieran deslizado por la pista entre cortes y quebradas, juntas las cabezas, ligeramente inclinado él, como demanda el tango milonguero o derecho, circunspecto, sin mucho movimiento de torso,  como correspondía al tango de salón.
El tiempo corría raudamente, sin el menor atisbo de fatiga que lo retrasara, y Aldo seguía yendo a la milonga con la misma constancia que le exigía la escuela en  sus años de infancia, siempre fervorosamente atento al espectáculo. No lo sabía, pero se había convertido en un verdadero experto y podía juzgar con total acierto las virtudes y defectos de los bailarines. Pero no podía hacer lo que ellos hacían, ni siquiera equivocándose, porque no sabía bailar.

Una noche, Aldo  observó a una pareja formada por un eximio bailarín y una hermosa desconocida. Pasaron frente a su mesa bailando "Tres esquinas". La conjunción era perfecta, pero los movimientos de ella eran tan delicados y había tanta gracia en ellos que parecía  como si el maestro, más que conducirla, solo se limitara a seguirla en sus desplazamientos. En uno de esos momentos de descanso en los que las parejas se sueltan y vuelven a sus sitios, Aldo siguió con la mirada a la fascinante bailarina cuando ella regresaba a una mesa no compartida con nadie y no muy distante de la suya. Sus ojos se encontraron y ella le sostuvo la mirada. Aldo sintió una suerte de deslumbramiento. No supo cuanto tiempo pasaron mirándose. Sonaban los primeros acordes de "9 de Julio". Ella asintió con la cabeza como si él la hubiera invitado a bailar, pero él no había hecho movimiento alguno. La mujer sonrió, se incorporó y caminó hacía la pista. Aldo hizo lo mismo sin saber que fuerza lo impulsaba y se encontraron frente a frente. En el rostro de ella había una expresión serena acompañada de una sonrisa leve. El la tomó del talle y comenzaron a deslizarse por la pista con la elegancia suprema  con que lo hacían sus viejos en el patio de la casa de Colegiales. Aldo solo veía el rostro de ella muy cerca del suyo. Lo que lo rodeaba había desaparecido. Conducía a su compañera sin la menor vacilación y ella respondía  a la insinuación de sus dedos en el talle no como si los sintiera, sino como si los adivinara. Dieron una vuelta completa en la pista. Ambos compartían la sensación de haber bailado en un espacio sin límites. Cuando los últimos compases de "9 de julio" aún vibraban en el aire, seguían abrazados, como si no hubiera habido nadie en torno, mirándose,  como lo habían hecho todo el tiempo mientras bailaban, hasta que cayeron en la cuenta que estaban rodeados de otros bailarines que aplaudían y que los aplaudían a ellos. Esa noche mágica Aldo no se marchó solo de la milonga y siguió frecuentándola, siempre acompañado de la misma bailarina misteriosa que jamás volvió a bailar con otro que no fuera él. Había dejado de mirar, ahora bailaba, y lo hacía como su viejo, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.

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