jueves, 5 de abril de 2012

SIGLO XX CAMBALACHE

                                              SIGLO XX  CAMBALACHE

Hasta desembocar en la crisis que está devastando la economía mundial y a pesar de que hubo varias graves crisis anteriores, los economistas, esa especie que cree en los números y defiende los resultados de su manipulación con la misma fe con que los cristianos primitivos se entregaban a las fieras, nos han asegurado que el crecimiento económico no solo es la divisa suprema que debe defenderse a toda costa, sino también el panacea que habría de resolver los problemas de todo orden que afligen a la humanidad. A estas alturas es obvio que, bien están absolutamente equivocados y ciegos para reconocer su error, o bien nos cuentan la mitad de la verdad y la otra mitad nos la ocultan porque sirven a intereses muy poderosos que los tiene de amanuenses dispuestos a saturarnos de información sesgada, mientras sus empleadores se llenan los bolsillos con nuestros despojos. Cabe recordar las innumerables veces que tuvimos que escuchar la premisa encerrada en el significado que le dan los chinos a la palabra crisis: "PELIGRO Y OPORTUNIDAD". Ese significado, importado del lejano oriente, les sirvió a los taumaturgos de turno como instrumento para intentar convencernos de que, tras la catástrofe del 2001, el hambre venía acompañada de la oportunidad de transformar nuestra vida y que solo era una cuestión de tiempo y esfuerzo el lograrlo. Claro que el tiempo y el hambre no se llevan bien y algunos, bastantes, pasado un tiempo, murieron de hambre. Veamos esa mitad de la verdad, el crecimiento económico.
La consolidación del modelo de acumulación capitalista en los países europeos, Asia y los Estados Unidos no fue acompañada de una distribución equitativa del ingreso. En todos los casos el 90 por ciento de la riqueza está en manos del l0 por ciento de la población, independientemente del monto global del producto. Mucho más graves aun son las consecuencias de esa distribución desigual en los países en vías de desarrollo en términos de pobreza y marginación. En los países de mayor desarrollo relativo, fórmulas  transaccionales para fijar salario mínimo y jubilaciones, fortaleza de los sindicatos, política de impuestos y el control democrático de la gestión del gobierno en  educación, salud, vivienda, estímulos fiscales, empleo, innovación y ciencia y tecnología dieron por resultado lo que en Europa se llamó estado de bienestar.

Como no podría ser de otra manera, ese esquema pudo sostenerse hasta que el valor real del trabajo, y su reflejo en el crédito, fue sustituido por el valor virtual del dinero, estirado como goma de mascar y convertido en derivados financieros, pingüe negocio de los sistemas bancarios que desembocó en una especulación desenfrenada y concluyó en la formación de gigantescas burbujas que terminaron estallando,  como corresponde a un globo inflado al máximo tocado por la punta de un alfiler. Sin embargo, el crecimiento económico basado en la expansión financiera continuó siendo el  instrumento elegido por los gobiernos de los países centrales. Pero el mundo no termina ni en Europa ni en los Estados Unidos ni en el resto de los países de mayor desarrollo del planeta. La cuestión central, en todo caso, es poner en foco la diferencia sustancial entre desarrollo y crecimiento y como debe medirse el destino de las ganancias que arroja la actividad productiva. Puede haber un marcado crecimiento económico reflejado en las utilidades de las grandes empresas, en el aumento de las exportaciones, en la acumulación de divisas, pero si ese flujo no se distribuye equitativamente, no se refleja en el aumento del bienestar social, en la eliminación sostenida de la marginalidad y pobreza de amplios sectores de la población, entonces no asistimos a un proceso orgánico de desarrollo, sino al mero crecimiento de las utilidades de las grandes corporaciones. Es necesario emprender obras de infraestructura financiadas por el estado con el objeto de sostener un alto nivel de empleo y de demanda para mejorar el nivel de vida de la población como  motor fundamental  del desarrollo.
 La brutal crisis en curso en las economías llamadas avanzadas ilustra sobre debilidades y asechanzas del uso de artificios que transitoriamente sustituyen la realidad y  concluyen en un estallido. El peligro mayor consiste quizás en que el estado, en manos de un gobierno corrupto o inoperante, o ambos,  disimule las torpesas, carencias y corruptelas mediante el endeudamiento externo, el ingreso de capitales golondrina y la emisión inflacionaria de medios de pago, en lugar de usar todos los instrumentos disponibles para dar sustentación a un verdadero desarrollo económico y social , como por ejemplo una profunda reforma del sistema impositivo y un manejo trnasparente de los dineros públicos.
PENSAMIENTO FUGAZ SOBRE LA GUERRA

Pedazos de plomo  surcan silbantes el aire hasta que encuentran un trozo de carne que los detiene. Convertidos en destino ahí se quedan, aun ardientes, hundidos en la carne, indiferentes a los estremecimientos postreros de la carne. Carne  de cañón.

ALGO MAS SOBRE LA DIGNIDAD

La dignidad es un valor rígido. No se adelgaza ni se estira. Es irreducible. Sin embargo, el pensamiento relativista dominante en esta modernidad "líquida", como la define Bauman, pretende trasmutar su significado y hacerle perder su condición de inmutabilidad.
Dice Hernández en el "Martín Fierro": "si la vergüenza se pierde, jamás se vuelve a encontrar". La noción de vergüenza en el sentido que Hernández la emplea en nuestro gran poema épico es perfectamente asimilable al concepto de dignidad. André Malraux, ese gran testigo de nuestra época, pone en boca de uno de sus personajes una definición categórica: "la dignidad es lo contrario de la humillación". Solo para abundar y fijar ideas, la dignidad sería la vergüenza que impide al ser humano en su mejor expresión avenirse a cualquier forma de sometimiento. Sobre todo al de los apetitos menores.
 Pero no es necesario acudir a Bauman. En 1926, en uno de sus libros más conocidos, Ortega afirmaba: "En un balance diagnóstico de nuestra vida pública, los factores adversos superan en mucho los favorables, si el cálculo se hace no tanto pensando en el presente como en lo que anuncian y prometen…" Y agrega: "todo el crecimiento de posibilidades concretas que ha experimentado la vida corre el riesgo de anularse a si mismo al topar con el pavoroso problema sobrevenido en el destino europeo y que de nuevo formulo: se ha apoderado de la dirección del mundo un tipo de hombre a quien no le interesan los principios de la civilización. No los de esta o los de aquella, sino -- a lo que puede juzgarse-- los de ninguna. Le interesan, evidentemente, los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinteres por la  civilización.

viernes, 23 de marzo de 2012

EL DIA QUE PRIVATIZARON EL AIRE

EL DIA QUE PRIVATIZARON EL AIRE C. Bergier

Hacía mucho tiempo que las cosas no marchaban bien.  Juan ni siquiera recordaba cuando habían marchado de otra manera. Ciertamente habían empeorado. No era de esos que la pasan lamentando lo que no tienen, pero tampoco era justo que tuviera que llevar su vida a la rastra, sometido a una perenne carencia. Ser viudo, jubilado y vivir solo no es precisamente un fiesta campestre, pero en el país que le había tocado en suerte era, simplemente, catastrófico.
 
 A medida que la vida iba arrinconándolo y preparando su zarpazo final, había intentado pasar sus días  con dignidad, es decir, manteniéndose en pie sin pedir a otros que lo sostengan. Hacía tiempo que el dinero de la venta de su pequeño departamento había desaparecido y ahora alquilaba una piecita en la terraza de un viejo P.H. deVilla Urquiza a una familia  que también necesitaba refuerzos para llegar a fin de mes. La ficción  de que un peso era igual a un dólar, luego de la euforia inicial, chocó de frente con la realidad  y, para personas como el, significó reducirse cada vez más hasta ver comprometida su subsistencia. 

Solo un café por día en el bar de Fermín,  mientras leía el diario, sin cargo para los clientes habituales.  Al mediodía sopa de cebolla con pan, a la tarde un te con galletitas de agua y por cena un poco de puré  de lo que hubiera, bien fuera papa, algún trozo de zapallo, zanahoria, algo, cualquier cosa masticable. No lo sorprendía demasiado la situación . El país venía deteriorándose hacía muchos años. Los gobiernos cambiaban, pero nada alteraba el ritmo descendente. Los que habían trabajado toda su vida, concluían en la miseria y la soledad o sostenidos por sus hijos. Las jubilaciones eran para la mayor parte tan reducidas  como enormes las  que cobraban quienes habían ocupado altos cargos políticos o electivos, aunque solo los hubieran desempeñado unas horas. 

Juan había sido matricero en una fábrica metalúrgica, una de las tantas que florecieron  en mejores épocas, cuando parecía que el país podía alcanzar un pleno desarrollo y la posibilidad de un futuro mejor. Nada de eso sucedió. Por el contrario, aumentaban los hombres y mujeres sin trabajo  y con ello la pobreza, la marginalidad social  y la desesperanza. Había participado de las luchas gremiales de los sesenta y los setenta y por poco termina “desaparecido”. Finalmente, tras casi siete años de represión brutal, la dictadura no tuvo otra opción que convocar a elecciones. Al cabo del infierno llegó una democracia mostrenca, condicionada por el asedio de quienes aun tenían las armas y se proponían evitar a toda costa que se los juzgara y condenara por los crímenes cometidos en una escala nunca vista. Juan sabía perfectamente que la masacre había tenido por destino asegurar el máximo beneficio a una minoría predadora. Ya desesperados, cuando la situación se les hizo insostenible, desataron una guerra contra dos grandes potencias con la excusa de liberar una parte usurpada de la nación.  La limitación de los medios de combate y la profunda incapacidad de quienes se habían mostrado solo aptos para secuestrar, torturar y asesinar a su propio pueblo, no podía concluir de otra manera que en una lapidaria derrota.
 
Al fracaso del primer gobierno surgido de elecciones libres, le siguió otro que, mediante una gigantesca ficción económica,  creo la ilusión de un cambio favorable, mientras se
dedicaba a enajenar el patrimonio nacional y  sus miembros hacían ostentación descarada de lo robado.

 Se hacía escuela de la especulación financiera y se contagiaba  a la clase media la misma avidez materialista que campeaba en los que detentaban el poder, mientras los más humildes se hundían cada vez más en la miseria. Valores como la honradez, el trabajo esforzado y la vocación de servicio se propusieron como un obstáculo contrario a la eficacia y se estimuló la capacidad de llegar primero pisando a los demás y de rechazar todo escrúpulo cuando se trataba de ganar dinero, influencia y poder. 

 Juan había visto otro país en otro tiempo, pero ese país ya no existía y el actual  era el fruto de una sociedad  domesticada que, mientras vivía una ficción democrática, aceptaba el sometimiento como  estilo de vida, siempre que la engañaran convincentemente con la remota posibilidad de treparse al carro de los vencedores.  

 Llegó a lo de Fermín  alrededor de las 10 de la mañana. Ese último lunes de junio caía sobre Buenos Aires una llovizna helada y envolvente. Ocupó una mesa cerca de la ventana, pidió el único café del día y comenzó la lectura del diario, que no  hubiera prolongado tanto si el clima hubiera sido bueno para caminar, pero llovía, de modo que al terminar de leer, se quedaría mirando llover y  repasando una vez más sus buenos recuerdos, sus pérdidas y su soledad.

En la primera página del diario un titular no demasiado ostensible llamó, sin embargo, su atención. Había aprendido a comprender la verdadera intención de los titulares. Había descubierto que en los medios de comunicación  controlados por grupos de enorme poder económico, cuando se trataba de anticipar una medida contraria al interés general, eran de formulación breve y ambigua.

 “EL VALOR ECONOMICO DE LA CALIDAD DEL AIRE”.  Así decía el  extraño titular que encabezaba una nota breve sobre los efectos de la contaminación en las sociedades industrializadas y  su impacto en el resto del mundo. Hacia el final de la nota se señalaba la importancia de estudiar con detenimiento la cuestión y se daba cuenta del interés del gobierno en medir el deterioro del medio ambiente,  así como los avances tecnológicos  aplicados a la purificación del aire logrados por empresas altamente especializadas. Se aludía también a la visita al país del director de una de esas empresas y su encuentro con autoridades gubernamentales.
 
Sin saber bien la razón, Juan sintió un cierto desasosiego. Finalmente, dejó el periódico a un lado y se concentró, no sin cierto melancólico placer, en la lluvia incesante, deteniendo de tanto en tanto su memoria en otros días lluviosos,  compartidos con amigos ausentes.

El día siguiente llegó al café a media mañana. La lluvia había cesado y abrevió la lectura del periódico para prolongar su  paseo bajo un sol tibio que no alcanzaba a atemperar el frío. No había escapado a su atención un nuevo y sugestivo titular: “REUNION DEL MINISTRO DE SALUD PUBLICA CON EL DIRECTOR DE EMPRESA  MULTINACIONAL SOBRE  CALIDAD DEL AIRE”.  Había leído rápidamente la nota  y el  difuso desasosiego del día anterior se convirtió en una alarma que crecía en su ánimo mientras paseaba. .
 No se explicaba como, pero, al parecer, existían nuevos medios de purificación localizada del aire. Por ejemplo, se podía purificar el de una gran ciudad,  pero el costo de la nueva tecnología era muy alto y  resultaba imposible prestarlo sin cargo. Sin embargo - deslizaba la nota- el gobierno agotaría las posibilidades en busca de una solución equitativa.

  Juan sabía por experiencia qué podía esperar. El gobierno había “privatizado”, palabra horrible por donde se la mire, sobre todo cuando oculta un despojo,  todos los servicios públicos, otorgándoles su manejo a multinacionales que cobraban tarifas desmesuradas por el servicio o en el peor de los casos, con la excusa de grandes inversiones en mejoras,  se habían asegurado la explotación de recursos no renovables como el petróleo, que vendían en el mercado internacional a altísimos precios, dada la creciente demanda y la reducción acelerada de las reservas mundiales.
 
Días después, todos los vaticinios que se había formulado fueron superados por la realidad . El gobierno había firmado un contrato de concesión con una empresa que se comprometía a instalar y operar  un sistema  tecnológico de última generación para disminuir en un porcentaje significativo la creciente contaminación del aire en cinco grandes conglomerados urbanos del país. Por este importante servicio de carácter público, el gobierno permitiría que la empresa cobrara  tres tipos de tarifas: individual, familiar e industrial. Pero todas habrían de variar según el consumo de aire que se mediría mediante un sistema tan infalible como novedoso. La empresa comenzaría a operar en un plazo no mayor a los sesenta días y el contrato de concesión le otorgaba la exclusividad de la explotación del servicio por 25 años. En un plazo no mayor de sesenta días a partir del momento que el sistema comenzara a operar los usuarios recibirían la primera factura por el aire purificado consumido.

 Juan supo desde el primer momento que solo consiguiendo milagrosamente un trabajo podría pagar el cargo por el servicio, pero su oficio no era requerido en un país donde las fábricas metalúrgicas cerraban y sus obreros eran despedidos. Por lo demás, ¿a quien se le ocurriría contratar a un hombre de setenta años?

Pasó unos días sin encontrar en los periódicos referencia alguna sobre el tema, pero una mañana llegó el anuncio de que la empresa se aprestaba a distribuir medidores a todos los residentes. Según se anticipaba , el medidor, un  milagro de la nanotecnología, no más grande que una moneda, debería ser portado por cada persona de modo permanente para evitar el corte del servicio. Percibió con gran alarma que al mencionarse la palabra corte no se aclaraba si se refería al del aire mismo a al de su purificación, pero su alarma fue aun mayor cuando se dio cuenta que un corte del servicio a nivel individual no parecía posible, ya que el sistema era de carácter general y la advertencia iba dirigida la persona que se desprendiera del medidor. Esto era desconcertante. No imaginaba de qué manera podría suspendérsele el servicio a una persona en particular sin detener todo el sistema. 

 Una semana después recibió un aviso por correo. AIRPUR le notificaba que dentro de los próximos tres días lo visitaría personal de la empresa encargado de las distribución de los medidores y que una vez que este estuviera en poder del usuario comenzaría a registrarse el consumo, el cual  se facturaría cada treinta días. Cayó en estado de pánico. La concesionaria no aclaraba nada sobre el monto de la tarifa a aplicar. El gobierno tampoco se  había pronunciado al respecto, pero la oposición en el Congreso había
reclamado la presencia del ministro de obras y servicios públicos para que explicara los términos de la concesión, otorgada sin intervención del poder legislativo y de una manera directa y poco clara. 

Tras una noche pasada en vela,  atormentado por las dudas sobre su porvenir, con las primeras luces del alba había conseguido conciliar el sueño hasta que el timbre instalado en su piecita sonó con estridencia. Despertó sobresaltado y miró el reloj. Eran las 11 de la mañana. Hacía mucho tiempo que no despertaba tan tarde. El timbre volvió a sonar con mayor insistencia. Doña Rosa, la dueña de la casa le gritó desde el pie de la escalera:

“Don Juan, lo buscan. Son los del aire”.  Terminó de ponerse los pantalones y la camisa y bajó lo más rápido que pudo. Un tipo vestido de traje  negro, zapatos brillantes y corbata oscura aguardaba junto a la puerta de entrada. Recortado entre las flores rojas de los malvones,  Juan  creyó reconocer  al empleado de la  empresa de pompas fúnebres con el que tuvo que tratar cuando falleció su mujer. “Buen día, vengo de AIRPUR”, dijo el tipo, extendiendo la mano.  Juan se la estrechó. El otro la tenía húmeda. “Me parece haberlo visto antes ¿No trabajó usted en una funeraria?” El otro asintió sin que su cara de nada, mostrara el menor cambio. “Si, pero me fui hace tiempo”, dijo, mientras habría un maletín y sacaba algo de su interior.  Se aclaró la garganta y, con el tono de un mal recitador, dijo que, en nombre de AIRPUR, cumplía en entregarle el medidor que registraría su consumo de aire. Dijo, en el mismo tono, que Juan  debía colocárselo y que a partir de ese momento no debía quitárselo por ningún motivo. El adminículo pendía de una cadena de metal niquelado y tenía el aspecto de una medalla que, como gesto simpático, tenía grabado el signo del zodíaco correspondiente a la fecha de nacimiento de Juan. El tipo le puso la cadena en torno al cuello y luego, con voz ligeramente diferente, en la que Juan creyó percibir un cierto tono triunfal, dijo “misión cumplida. Ya está funcionando”.
 
“¿Usted  también lleva uno?” preguntó. El otro lo miró y por primera vez sus ojos brillaron ligeramente. “ Los empleados de AIRPUR no pagan, eso nos exime de llevarlo”,dijo. 

Mientras se duchaba, estuvo cerca de quitarse el adminículo. Luego recordó la recomendación del ex empleado de pompas fúnebres y se dijo que debería acostumbrase a llevarlo,  pero también se dijo que de nada valdría usarlo si no conseguía pagar la factura por el servicio. 

El tiempo corría rápido y la fecha de pago se acercaba ominosamente y cuanto más cerca estaba, la aprensión de Juan se iba transformando en desesperación.

Nunca había dejado de buscar trabajo, pero ahora lo hacía con el convencimiento de que era su única salida. No se trataba de comer salteado, sino de seguir respirando. Desde el momento que recibió el medidor  había intentado los más variados y peregrinos procedimientos en busca de ahorrar de algún modo el aire que consumía. Eso lo había llevado a contener la respiración  hasta casi reventar, luego le pareció encontrar una solución creando una especie de campana de aire mediante una bolsa grande de plástico. La idea era meter la cabeza en la bolsa, estrecharla en torno al cuello y respirar pausadamente hasta que el aire contenido en ella se agotara. De ese modo, calculó que con la misma cantidad de aire respiraría más veces, puesto que era siempre el contenido
en la bolsa el que entraba y salía de sus pulmones. Este método resultó en  un estrepitoso fracaso. En una de las aspiraciones la bolsa se adhirió a la boca de Juan . Intentó desesperadamente abrir el nudo en torno al cuello, lo que por fin consiguió cuando estaba al borde de morir ahogado. Cuando pudo librarse de la bolsa, aspiró tantas veces para recuperar aliento que el gasto de aire debió ser mucho mayor que el demandado por una respiración normal. No fue menos frustrante, aunque si menos peligroso, el intento de alcanzar ese estado inefable que los hindúes llaman nirvana,  siguiendo las instrucciones de un libro sobre yoga que le prestó una vecina. Según el libro, a través de la meditación se podía reducir al mínimo las funciones vitales, entre ellas la respiración. 

Juan hizo todo lo que el libro decía. Se sentó en posición de loto, apoyó el dedo mayor en el pulgar de cada mano, cerró los ojos e intento vaciar su cerebro de todo pensamiento para  alcanzar el estado que le permitiría ahorrar aire e incluso llegó a gritar  hommm un cierto numero de veces. Tras dos horas sentado en la posición indicada, su cerebro, saturado de desilusión, temores, preocupaciones, e ideas difusas, combinado con la inmovilidad, no lo condujo al nirvana sino a quedarse  ignominiosamente dormido. Al despertar  recordó que su mujer solía decirle que roncaba  con la regularidad de una sierra sin fin y  no quiso siquiera pensar la cantidad de aire adicional que debió gastar en el fracasado intento. 
 
Finalmente, una mañana llegó la tan temida factura. Abrió el sobre y leyó el monto que debería pagar. La suma se hallaba totalmente fuera de su alcance. Se dio cuenta de que había perdido la batalla. Que ya no tenía derecho a respirar y que daba lo mismo llevar puesto el medidor o quitárselo.

 Los días de plazo para el pago pasaron muy rápido, pero ya  había superado el temor y la desesperación. El día del segundo y último vencimiento se levantó al amanecer. Era domingo y las calles estaban desiertas. El sol del verano fue iluminando con una luz blanquecina el gris de los adoquines y arrancando destellos amarillos de las ramas más altas de los árboles. Juan caminó y caminó, sin detenerse, pero lentamente, observando con atención el mundo que comenzaba a negársele, y su deambular lo llevó sin darse cuenta al rosedal de Palermo. Se sentó en un banco frente al lago. Algunos corredores matinales pasaron trotando frente a el,  gente en su mayoría que no tenía problema alguno para pagar la factura del aire que consumía . El, en cambio, si el lunes a la hora que abrieran los bancos no la abonaba, debería afrontar el corte del servicio. La mañana avanzó, el aire, ese que tanto costaba, tenía olor a rosas y a tierra húmeda y  el mundo era hermoso para el que pudiera soportar los rigores de la vida. Repentinamente, sintió una sensación de paz acompañada de indiferencia con respecto a lo que podría suceder y hasta una cierta sensación de victoria . Se  quitó el medidor del cuello y lo arrojó al lago. Recordó las recomendaciones del empleado de AIRPUR. El ex funebrero hacía bien su trabajo. En el tono que empleaba no había neutralidad alguna. Amenazaba solapadamente con la fruición del que ejerce un poder que, aunque fuese delegado, le devolvía por un breve instante la sensación de ser importante. El síndrome del esbirro, le llamaba  Fermín, y el gallego conocía muy bien aquello de lo que hablaba. Había escapado como pudo de la España de Franco.

Por primera vez en mucho tiempo, pudo dormir un sueño sin sobresaltos, sin sombras elusivas ni murmullos incomprensibles. Se levantó a las 10 y media de una mañana radiante. Los bancos habían abierto media hora antes y AIRPUR ya debía saber que no
había pagado la factura . No le importó en lo más mínimo. Se afeitó con cuidado, y se puso una camisa limpia y un pantalón  que reservaba, impecablemente planchado, para ocasiones importantes. Bajó lentamente la escalera y se detuvo un momento a saludar a doña Rosa que regaba, como siempre fuera de hora, los malvones.  Salió a la calle y caminó hacía el bar de Fermín. Detuvo la mirada en un cartel de grandes dimensiones. Era una invitación de AIRPUR  a las personas que no hubieran podido pagar la factura del aire a trasladarse a la sede de la empresa y otras oficinas abiertas al efecto para renegociar su deuda. A ese fin la empresa había dispuesto vehículos estacionados en diversas esquinas de la ciudad  para facilitar el traslado de los interesados. 

Al llegar a la esquina  vio una larga fila de personas, casi todos ancianos jubilados,  aguardando subir a unos furgones grises .Vio como las puertas traseras  del primer furgón se cerraban  y este, colmada su capacidad, partía con rumbo desconocido. Otro furgón avanzó para estacionarse en la cabecera de la fila. Decidió colocarse al final de ella. Un guardia vestido con un uniforme tan gris como el furgón le preguntó si tenía  la factura vencida.  Respondió afirmativamente y  recién entonces  el guardia le indicó que podía sumarse a la fila. Había  llegado por fin a la vanguardia y sería el primero en abordar el furgón  siguiente. Dos guardias se encargaron de cerrar las puertas traseras del  que partía. Juan lo observó perderse en la distancia. Tenía la sensación de que algo no andaba bien , pero no pudo precisar la razón. Los guardias  hicieron subir gente hasta que ya no hubo más espacio. Mientras intentaba acomodarse en medio de apretujones, supo de pronto que era  lo que  le había molestado. Cuando el furgón  anterior aceleró no vio que expulsara humo alguno  por el escape. Se preguntó adonde habrían ido los gases que no salían por el escape. Cuando el vehículo que lo trasladaba se puso en movimiento y su interior oscuro, colmado de morosos sin remedio, comenzó a llenarse de un humo acre y sofocante, Juan comprendió que AIRPUR  contaba con un sistema eficiente para proceder a la drástica suspensión del servicio. 

EL MIRÓN

                                                           
Carlos Salatino

Cuando le contaron que debajo de la Avenida Juan B. Justo se deslizan, desde el oeste hacia el río, las aguas de un arroyo que alguna vez dividió la ciudad en dos, Aldo sintió una indefinible sensación de pérdida. Hubiera deseado haber visto las aguas del Maldonado correr bravías después de la lluvia, haber recorrido las orillas bordeadas de casas  y cruzado por estrechos puentecitos de madera de una orilla a otra,  mientras veía  los botes pasar por debajo, transportando gente a lo largo del cauce.  Haber sepultado aquel arroyo, haberle encapsulado en un túnel en eterna penumbra, le parecía una decisión que había lastimado la ciudad irreparablemente. Tal vez por esa razón merodeaba por Pacífico  los fines de semana y pasaba largas horas sentado junto a una ventana de "La Paloma", un café desaparecido de Santa Fe y Juan B. Justo, imaginando que las aguas tranquilas del Maldonado volvían a correr a cielo abierto. Se sentía embargado por una extraña sensación de pérdida, cierta nostalgia de algo que no había conocido, que pertenecía a una época no muy lejana en la que hubiera querido vivir. Nacido a fin de los cuarenta, era demasiado chico para saber lo que significaba el tango para la generación de sus padres. Esa etapa de oro terminó cuando el tenía diez  años, pero guardaba en su memoria, con primorosa prolijidad, la imagen de sus viejos bailando "Tinta roja" en el patio de la vieja casa de Colegiales; la de la tía Ester, que nunca se casó,  cantando "fumando espero", mientras aguardaba con devoción religiosa, a un hombre imaginado que nunca llegaría y del tío Cholo, que


seguía  la orquesta de Pugliese donde fuera que tocara y silbaba prodigiosamente bien los tangos de Manzi , Cadícamo y Discépolo, a falta de voz para cantarlos sin morir de vergüenza. Esas memorias vívidas, ligadas a personas y lugares entrañables, eran sus inseparables compañeras de ruta.  Los viejos y sus tíos ya no estaban, la casa de Colegiales había desaparecido hacía mucho y él  era un hombre solo, pendiente de su memoria, a la que escudriñaba minuciosamente en busca de referencias de lo que nunca había sido totalmente suyo, pero que  hubiera deseado ardientemente que lo fuera.
Aldo solía recorrer las calles del Centro, recordando los últimos vestigios de ese tiempo perdido. Aún estaba "La Comedia" en  Paraná y Corrientes cuando comenzó a frecuentar el centro de noche. También la "Premier", no la actual, sino la otra, la del pianista rengo, y el Chantecler,  que se resistió a desaparecer, pero no por mucho tiempo. El Politeama lo echaron abajo para construir el edificio mas alto de Buenos Aires, pero todo resultó ser una enorme estafa. El "Picadilly" se convirtió en un teatro, el "Montecarlo" se esfumó sin dejar rastros. "El ciervo" duró algunos años más y "La Paz",  en Corrientes y Montevideo,  corrió un destino peor que la desaparición. Se convirtió en una confitería más. A los dieciocho años fue testigo de la despedida de esos reductos de la bohemia que todavía guardaban resonancias de la década de los cuarenta, tal vez el momento más fecundo para la gran música de Buenos Aires. Y en ese deambular cargado de evocaciones surgían de repente en su memoria los fragmentos de ciertas letras, líneas sueltas de  maravillosos poemas, como "el farol balanceando en la barrera" o "rara, como encendida" o aquella que decía como " lejanos bandoneones despliegan en la noche sus pájaros de bruma". Volvía entonces a escuchar las voces de los grandes intérpretes: el tano Marino, Pacheco, Dante, Martel,  y las grandes orquestas: Troilo, Disarli, Maderna,  Laurenz,  y tantos otros.
Los años pasaron ni más ni menos rápido que como tienen que pasar y Aldo continuaba flotando a dos aguas: era un niño pequeño durante la que fuera  quizás la etapa más brillante de la música que más amaba, pero recordaba vívidamente a sus viejos deslizarse bailando con suprema elegancia, como si hubieran nacido exclusivamente para eso, por el patio de la vieja casa chorizo y nunca olvidaría la voz profunda de Ester, cantando "Fumando espero" mientras cargaba las pestañas con rimmel frente al espejito colgado en la pared del patio, cerca del piletón de lavar ropa, ni el silbido bien modulado de Cholo repitiendo por enésima vez su interpretación de "Nostalgia", ni a su viejo, tarareando "Golondrinas de un solo verano".
Los años habían pasado, o mejor, él había pasado por los años en viaje con destino cierto y "desde su triste soledad, mientras veía caer las hojas muertas de su juventud " podía darse el lujo de  viajar con su memoria cargada de vestigios, hilvanando datos fragmentarios, completando esbozos difusos con recuerdos precisos para hacer más  soportable la ineludible espera.
El tango "Volvió una noche, no lo esperaba", con más vigor que nunca, y lo hizo a la manera de Troilo ("Me dicen que vuelva. Pero si nunca me fui"). En pocos años las milongas se multiplicaron, sumándose a ese renacimiento la difusión internacional del tango-danza y esa versión refinada, con resonancias de composición clásica, que Piazzola esparció por el mundo de manera consagratoria.
Las milongas abarrotadas de bailarines, algunos de su edad y otros sorprendentemente jóvenes, las viejas y nuevas orquestas, los viejos y nuevos tangos, los viejos y nuevos maestros aportaron al regreso de lo que había sido más gratificante en su vida de hombre solo. Otra vez  las letras de los grandes poetas del tango, desde Contursi a Ferrer, acompañando esa música sensual y misteriosa,  tarareada por lo bajo por mujeres que aguardan el leve cabeceo de los que bailan mejor para encontrarse en la pista y ensamblarse como si fueran uno, él para conducirla, ella para acompañarlo en esta aventura cargada de riesgo que es bailar un tango. Otra vez volvía la pasión entre cortes y quebradas y Aldo no se lo iba a perder.
Comenzó a frecuentar las milongas. Llegaba temprano, buscaba una mesa bien situada, pedía un par de emparedados que acompañaba con cerveza y se entregaba, con unción casi religiosa, a la contemplación de los bailarines, sus movimientos y la perfecta coordinación con los de sus parejas, a las que conducían con suaves toques de los dedos en el talle o a la manera "rante", un tanto inclinados hacia adelante, amenazando empujarlas ligeramente con el pecho. Al fin de la noche, cuando solo quedaban unas pocas parejas girando en la pista con la libertad que les daba el espacio vacío, Aldo pagaba la cuenta y abandonaba la milonga con los ojos llenos de ese espectáculo entrañable que había presenciado sin perder detalle.
Nunca se había detenido a pensar que era un mero observador. No sabía bailar. No  hubiera podido ni siquiera dibujar en la pista el básico del dos por cuatro y, una noche, el sentimiento súbito de su incapacidad  para bailar al compás de la música que más amaba lo sobresaltó. Pero se dijo que ya era tarde. Aunque se lo propusiera,  era imposible que llegara a dominar los secretos de esa danza tan compleja, hecha de apasionado sentimiento, antes de marcharse de este mundo. De todas las pérdidas, esta era la más dolorosa. Sin embargo, continuó llegando temprano a las milongas y se mantuvo entre los últimos en abandonarlas. Desde que el tango había hecho eclosión, como en los mejores tiempos, había aprendido, solo mirando, a anticipar los pasos y movimientos de los bailarines; cuándo detenerse,  cuándo girar o desplazarse más rápido o más lentamente y qué figura elegir en consonancia con el compás de la música.
En cuanto a las mujeres que frecuentaban las milongas, prestaba  más atención a las menos agraciadas que bailaran bien que a las más bellas. No era tan frecuente encontrar la belleza física  unida a la aptitud para la danza y cuando esa conjunción se manifestaba, Aldo la observaba extasiado e imaginaba lo maravilloso que hubiera sido si él hubiera sabido bailar y ella hubiera aceptado su invitación y se hubieran deslizado por la pista entre cortes y quebradas, juntas las cabezas, ligeramente inclinado él, como demanda el tango milonguero o derecho, circunspecto, sin mucho movimiento de torso,  como correspondía al tango de salón.
El tiempo corría raudamente, sin el menor atisbo de fatiga que lo retrasara, y Aldo seguía yendo a la milonga con la misma constancia que le exigía la escuela en  sus años de infancia, siempre fervorosamente atento al espectáculo. No lo sabía, pero se había convertido en un verdadero experto y podía juzgar con total acierto las virtudes y defectos de los bailarines. Pero no podía hacer lo que ellos hacían, ni siquiera equivocándose, porque no sabía bailar.

Una noche, Aldo  observó a una pareja formada por un eximio bailarín y una hermosa desconocida. Pasaron frente a su mesa bailando "Tres esquinas". La conjunción era perfecta, pero los movimientos de ella eran tan delicados y había tanta gracia en ellos que parecía  como si el maestro, más que conducirla, solo se limitara a seguirla en sus desplazamientos. En uno de esos momentos de descanso en los que las parejas se sueltan y vuelven a sus sitios, Aldo siguió con la mirada a la fascinante bailarina cuando ella regresaba a una mesa no compartida con nadie y no muy distante de la suya. Sus ojos se encontraron y ella le sostuvo la mirada. Aldo sintió una suerte de deslumbramiento. No supo cuanto tiempo pasaron mirándose. Sonaban los primeros acordes de "9 de Julio". Ella asintió con la cabeza como si él la hubiera invitado a bailar, pero él no había hecho movimiento alguno. La mujer sonrió, se incorporó y caminó hacía la pista. Aldo hizo lo mismo sin saber que fuerza lo impulsaba y se encontraron frente a frente. En el rostro de ella había una expresión serena acompañada de una sonrisa leve. El la tomó del talle y comenzaron a deslizarse por la pista con la elegancia suprema  con que lo hacían sus viejos en el patio de la casa de Colegiales. Aldo solo veía el rostro de ella muy cerca del suyo. Lo que lo rodeaba había desaparecido. Conducía a su compañera sin la menor vacilación y ella respondía  a la insinuación de sus dedos en el talle no como si los sintiera, sino como si los adivinara. Dieron una vuelta completa en la pista. Ambos compartían la sensación de haber bailado en un espacio sin límites. Cuando los últimos compases de "9 de julio" aún vibraban en el aire, seguían abrazados, como si no hubiera habido nadie en torno, mirándose,  como lo habían hecho todo el tiempo mientras bailaban, hasta que cayeron en la cuenta que estaban rodeados de otros bailarines que aplaudían y que los aplaudían a ellos. Esa noche mágica Aldo no se marchó solo de la milonga y siguió frecuentándola, siempre acompañado de la misma bailarina misteriosa que jamás volvió a bailar con otro que no fuera él. Había dejado de mirar, ahora bailaba, y lo hacía como su viejo, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.

miércoles, 8 de febrero de 2012

El romance de la guita

No hace tanto tiempo, durante el período  de Bill Clinton en la presidencia de los Estados Unidos, como si fuera una nueva verdad revelada, se puso en boga aquella frase: "ES LA ECONOMÍA,ESTÚPIDO".
Taxativa y categórica, es preciso ensayar algunas precisiones sobre su verdadero significado, como por ejemplo definir que es la economía y quien es el estúpido para saber al menos si la frase tiene algún sustento en la realidad.
En cuanto a la economía, el primero de los términos que componen la frase,  debería  definirse como el modo de producir, administrar y distribuir los  recursos de una sociedad generados por el trabajo de sus miembros   en un marco de equidad y en beneficio de todos sin exclusiones.
Derrumbado el sistema soviético como consecuencia del surgimiento en su seno de "una nueva clase" burocrática, elitista y corrupta, muy bien definida por Milovan Djilas en su libro homónimo, los tiempos que corren dicen a las claras que la economía no responde a la definición enunciada ni da verdero sustento a  la tan remanida frase.
Veamos ahora el segundo término. comenzando con una pregunta: ¿quien es el estúpido? Hay en este interrogante una sola respuesta. Estúpido es aquel que no entendió que la ECONOMÍA implícita en la frase no se funda en el trabajo sino en la concentración del dinero en manos de aquellos pocos que toman ese símbolo de la riqueza producida por una nación y  lo transforman en papelitos que venden con ganancia una y otra vez, como si el dinero pudiera multiplicarse en siniestra  imitación del milagro cristiano de la multiplicación de los peces y los panes. De aquí en adelante vamos a llamar a las cosas por su verdadero nombre, vamos a bajar el dinero, tal como se lo usa hoy, a su nivel real, es decir al del instrumento
 para arrebatar  a las personas el fruto de su esfuerzo y convertirlo en el mecanismo espureo que  permite a las mafias financieras enriquecerse cada vez más, mientras sociedades enteras son llevadas a la ruina. Por eso, la frase "Es la economía,  estúpido" encierra mucho más  de lo que aparece en su escueta formulación:  el accionar de las mafias, la estafa sistemática, el despojo, la ruina y la humillación, entre otros.
Ninguna ficción resiste indefinidamente el embate de la realidad. Se puede ser pertinaz en la adhesión a lo que nos lastima (todavía hay una sorprendente cantidad de gente que cree en quien la engaño o que pasó entre las balas y como ninguna le pegó niega que haya habido un tiroteo), pero los estúpidos cada vez son menos y para aquellos que aún persisten en reverenciar a sus verdugos, los invitamos a seguir el ejemplo de quienes nunca se dejaron engañar o quienes salieron de su letargo.
Es verdad, ES LA GUITA, ESTÚPIDO. La que te roban  en medio de un desbarajuste en el que nada tuviste que ver, salvo deslomarte para generarla, esa que te quitaron, convirtieron en papelitos e hipotecas que no podrás pagar y vendieron una y otra vez; esa producida con el sudor de tu frente y cuyo verdero valor solo se corresponde con el de de tu trabajo.
Y para remate, descubierto el chanchullo, te dejan sin laburo, te quitan la casa que te vendieron con argumentos de humo y te arruinan la vida.